Por.- Leo


No hay tiempos pasados mejores, el tiempo ideal para vivir es el presente y la topología de la vida nos presenta cuestas muy pesadas, algunos declives deliciosos, otras llanuras en donde la soledad se dispersa en vagas reflexiones. Todo tiene una lógica, los ocasos y el poniente se unen, el secreto consiste en esperar.

La vida en sociedad te regala muchas sonrisas, preguntas y pesares y ese andar entre tantas circunstancias me llevó a vivir en una cuartería y precisamente en la azotea de la misma, frente a unos lavaderos cubiertos casi por la extensa maraña de cables, tendederos, ropa escurriendo, lavaderos de ranuras gastadas, tenis y zapatos colgados que reflejan con tímidas lucecillas los repuntes del crepúsculo.




En esta vecindad tan antigua y respetable como anciano sabio, cuyos gruesos muros se reservan alegrías y llantos,  pasillos con silencios encontrados, puertas siempre cerradas que parecen ocultar otras puertas o muros, porque jamás las he visto abiertas, crean laberintos que al andarlos miras hacia el suelo, pegas los labios porque así lo mandan los usos y costumbres, es tabú fijar la vista, saludar o sonreír a los vecinos.

Por estas y tantas razones mis paseos a la Alameda de Santa María la Ribera adquieren el carácter de huída, caminar presuroso para ver cómo desfallece el día en brazos de la nada.


En este andar de urgencia sin sentido vi a la niña sentada en su escalón de concreto, recargada en un  lavadero, profundamente aprisionada en las páginas de un libro y junto a ella su silla de ruedas. Como a esa hora la luz languidece, por coincidencia o causa, al pasar junto a ella mecánicamente cierra su inmensamente grueso volumen. La niña, de edad indefinida, porte altivo, hija de Zar empobrecido, cubre celosa el título del libro con bucles de oro que caen juntos. Al principio se me antojó intrascendente que un chamaco estudie, qué bueno, me dije, la juventud que se prepare, pero una vez, hace quizás un mes, salí diez minutos antes, me gustan los sabores y en la Alameda se instaló un tianguis de comidas regionales, mi estómago siempre ordena,  al estar dando vueltas a la llave vi a la niña, transida e inmóvil, su alma estaba en brazos de los sueños, caminé lentamente hasta que pude distinguir el título del  libro, incluso deletree, “Fedòn o del Alma”, eran los “Diálogos”, la niña contrario a lo esperado me regaló una sonrisa, ya no cerró su libro, una invitación al diálogo, lo único que me vino a la cabeza fue “cuidado, ese Sócrates es muy mañoso, dice que no sabe nada y con eso se baila a todos los sofistas”, la niña cerró su libro y haciendo un gesto hacia la puerta de su cuarto que me hizo voltear vi a su madre, señora que parece menonita y al padre, aún con uniforme de policía, me sonreían, regresó la vida a mis venas,  ¡algunos de la vecindad no eran mudos!, di las buenas noches y me retiré, mi estómago se pegaba a la columna.

Dos o tres veces a la semana allané mis hábitos saliendo media hora antes, conocí a la familia de la niña, su padre policía, madre de Chihuahua y un hermano que al hacer cuentas siempre lo olvidaban, ciudadano fiel de una de tantas hordas, ayudé muchas veces sacando la silla de ruedas del interior del cuarto, la señora acomodaba a la niña, el hermano ni sus luces y el papá arguyendo “franca” ingería sus cervezas.

Pero esas medias horas han significado para mi mucho más que cualquier libro o experiencia, la niña me catequizó en el ámbito socrático, habló de la inactividad de sus piernas y libertad de la mente, me platicó de sus horas de insomnio pensando, imaginando que caminaba tras Platón y muy por delante Sócrates, que decir de Sócrates lo mismo era injusto, en fin, las clases se prolongaban mucho.

Muy agradecido por ese regalo de amistad junté unos centavitos y compré “Sofía”, solicité permiso a la señora para regalarlo a la niña y pronto estuvo en sus manos, a los pocos días estaba en su mente, lo comentamos y discutimos. Viendo que la niña no acudía a la escuela a estudiar  y su potencial de aprendizaje gigantesco, me atreví a preguntar a la señora porqué no estudiaba, una historia triste de hambres, desahucios y tragedias los había dejado en la calle, el sueldo de su esposo estaba en manos de financieras y si bien comían lo indispensable a veces ni eso había, menos para que alguno de la casa estudiara. Le llevé una ocasión mi computadora para que conociese los centros de atención y enseñanza para discapacitados. Pecado, palabra prohibida, la niña ya no salió a leer,  pensar, menos a platicar.

Muchas veces los busqué, la señora salió siempre diciendo que estaban ocupados, compré una historia de la filosofía y me la recibió el joven metálico, al día siguiente, cuando salía a las cinco de la mañana, estaba en mi puerta. Renuncié a todo intento por darle cauce a una mente tan brillante, me distraje en mis dudas de toda la vida y lo único seguro es mi salida a cazar atardeceres, camino rápido para no saludar a nadie, no mirar es garantía de soledad. Pero aunque hayan pasado solo unos días, siento que algo se pierde, que una mente ardiente y creadora está siendo atada, la razón de esta narración, es que ayer vi cómo se iban, muy sonrientes el policía, la señora y el jovencito se acercaron a mí, el hombre con los ojos tristes, comentó que lo cambiaban, iban subiendo a una camioneta y en el acto en que abrazaron a la niña para subirla, me miró, con su mano izquierda, la que se mueve, levantó hacia el cielo su dedo pulgar, todo estaba bien!.